Compañerismo Verdadero
Trabajando con LuLú
El 11 de marzo de 2017 dio inicio una aventura de lo que parecía ser mi sueño de toda la vida: formar un equipo de terapia canina. Ese día adopté una dulce y tierna cachorrita Golden Retriever de apenas una semana de nacida, a la que llamé LuLú. Provino de excelentes padres caninos: Dexter y Stella Rose. De inmediato comenzamos a tomar fotografías, ya que todo lo que hacía era tan gracioso y tenía que grabar esas memorias. Por seis fines de semanas seguidos, se nos permitió visitar a LuLú para quererla y apegarnos a ella hasta que estuvo lista para venir a casa. ¡Qué feliz me sentí de por fin tenerla en mis brazos sin tener que regresarla!
En un asilo de ancianos local me permitieron empezar a entrenar a LuLú cuando ella tenía solo 4 meses. Para mí era muy importante que se fuera acostumbrando a estar entre sillas de ruedas y andadores lo antes posible. ¡Y se le dio muy natural! Desde el principio se sentía cómoda con la atención que recibía de pacientes y empleados por igual, e iba aprendiendo rápido la palabra “hermosa”, como sabiendo que estaban hablando de ella, mientras levantaba orgullosa su cabecita, y miraba a su alrededor como diciendo “Sí soy muy hermosa, ¿verdad?”
He perdido la cuenta de cuántos pacientes estaban tristes o se sentían solos al principio de nuestra visita, sin querer siquiera moverse o levantarse de su cama, pero, al partir nosotras, siempre tenían una sonrisa en sus rostros. Semana tras semana, visitábamos a las mismas personas, quienes ahora se alistaban para recibir la visita, pues sabían en qué día en particular iba a llegar LuLú a visitarlos. A menudo se podía oír a la gente por los pasillos diciendo animada “¡Ya llegó LuLú!” Muchas veces, con eso bastaba para que saltaran de la cama. Eso es algo que me alegraba el corazón. Algunos compartían entusiasmados historias de las mascotas su niñez o cómo extrañaban al perro que ya no tenían. A veces contaban historias que tal vez no le contarían a otro ser humano pero sí a LuLú.
A LuLú le encanta la crema de cacahuate. En realidad, ¿a qué perro no le gusta? Si supieran la vergüenza que me dio en una ocasión en que, al entrar al cuarto de una señora, esta se hallaba comiéndose una galleta con crema de cacahuate. En un abrir y cerrar de ojos ¡LuLú cogió la galleta y se la comió en un instante! Yo no hallaba dónde meterme. Pero de inmediato la señora, muy comprensiva, se puso a reír y reír, feliz de saber que estaba compartiendo su galleta con LuLú. Hasta le preguntó si quería otra. Pero no hay porqué inquietarse. LuLú ya se sabe muy bien la orden de “Déjalo”.
Recuerdo con mucho cariño a una señora en particular, a quien llamaré Mae. Mae pasaba de los 80 años de edad, y estaba cieguita. Era una persona dulce y amable, y amó a los animales durante toda su vida. Tenía compasión por toda clase de animalitos, y hasta había abierto su propio refugio para animales años atrás, así que nuestras visitas eran algo especial para ella. Aunque no podía ver a LuLú, se veía que de verdad disfrutaba de acariciar su suave pelambre. Le hablaba con un cariño y bondad impresionantes, y nos contaba historias acerca de cuánto disfrutaba de pasear con los caballos que alguna vez había tenido.
Un día, entré a su cuarto y vi que estaba llorando, sentada en su silla de ruedas. Su hija de 60 años de edad estaba allí con ella. Luego de presentarnos, pregunté apenada por qué estaba llorando. Con lágrimas rodándole por las mejillas, dijo que estaba pidiendo disculpas a su hija por los errores que había cometido mientras esta crecía. Pude notar que le reconfortaba tener a LuLú junto a ella mientras trataba este difícil tema. Cuando regresé a la semana siguiente, la salud de Mae había empeorado. Pude notar que no le quedaba mucho tiempo. Su rostro estaba pálido y hundido, como el de alguien que está a punto de morir. Sentí mucho dolor y lástima por ella. Quise ver si Mae todavía reconocía, así que la llamé por su nombre. “Mae”, dije. Noté una ligera reacción en su cabeza, así que me acerqué y la llamé de nuevo. “Mae”. Trató de mover un poco la cabeza, así confirmé que sí me oía. Le dije quién era yo y que tenía a LuLú conmigo. Le dije que iba a tomar su mano y a ponerla sobre LuLú para que pudiera acariciarla. Su manita estaba encogida, pero de todos modos la tomé con la mía y empecé a usarla para acariciar a LuLú con ella. Se notaba que quería decir algo, pero no podía. ¡Pero era seguro que sabía que estábamos con ella! LuLú estaba aquí y ella la estaba acariciando una última vez. Le recordé de las bellas conversaciones que habíamos tenido acerca de sus caballos y todos los animales que había tenido al ir creciendo. Con mucho pesar, me despedí de ella. Mae falleció al día siguiente.
Esta experiencia me partió el corazón, pues nosotras apreciamos a la gente a quienes visitamos. Eso es lo que hace que este tipo de servicio voluntario valga la pena. No solo ayuda uno a alguien en un momento de necesidad, sino también lo ayuda a olvidar, aunque sea por solo unos minutos, la tristeza y el dolor por los que están pasando. Pero, al hacerlo, también nos ayudamos nosotras.
Es tanto lo que he aprendido de otras personas. Estas experiencias me han permitido ver que siempre hay alguien que está pasando por momentos más difíciles que yo. Tener el privilegio de ser parte de un equipo de terapia canina verdaderamente ha cambiado mi vida y me ha ayudado a ser mejor persona. Y todo por una perrita llamada LuLú. ¡Por eso siempre estaré agradecida!